Javier Martín Vide, Universitat de Barcelona

Las olas de calor constituyen un riesgo climático bien conocido en la cuenca del Mediterráneo en la época estival. Estos rigores térmicos, especialmente de mediados de julio a mediados de agosto (el período canicular), han sido una constante de los veranos de gran parte de España. La excepción es la franja más septentrional, cuyo clima no es de filiación mediterránea, sino templado marítimo de las costas occidentales.

La expresión “40 grados a la sombra” ha constituido el titular repetido, casi año tras año, en los medios de comunicación cuando Sevilla, Córdoba u otras poblaciones de la cuenca del Guadalquivir, y algunas más, alcanzaban ese valor redondo. Sin embargo, algo ha cambiado en la última década o poco más.

Puede afirmarse ya, con el aval de los datos registrados por las estaciones meteorológicas de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET), que las olas de calor son hoy más frecuentes que en el pasado. Concretamente, en el decenio 2011-2020, su aparición ha duplicado la frecuencia observada en cada una de las décadas anteriores, al menos desde 1975.

A qué llamamos ola de calor

Para ese cálculo preciso ha debido especificarse con rigor qué es una ola de calor. AEMET usa una definición que incluye un umbral de percentil de los valores de temperatura máxima, la extensión territorial expresada en porcentaje de territorio afectado por el citado umbral y la duración mínima expresada en días.

En concreto, se requiere que en cada lugar la temperatura máxima supere el percentil 95 de sus máximas diarias de julio y agosto del período 1971-2000, y que al menos se cumpla esta condición en el 10 % del territorio durante como mínimo 3 días consecutivos. Esta definición precisa ha permitido establecer, sin ambigüedad, la citada duplicación del número de olas de calor en España.

Sospechoso nº 1: el calentamiento global

Surge de inmediato la pregunta sobre la relación de este incremento con el calentamiento global. Lo que hay que decir, de entrada, es que ha habido olas de calor en el pasado, mucho antes de que habláramos de cambio climático.

Por otra parte, la vinculación de un episodio meteorológico determinado, incluso extremo, al cambio climático es casi siempre muy difícil. ¿Cómo establecer una relación causa-efecto entre la nueva realidad climática y el evento concreto? Los denominados estudios de atribución, mediante el uso de análisis probabilísticos, son capaces, en algunos casos, de establecer esa relación.

La situación es diferente cuando se sobrepasa un determinado umbral repetidamente o cuando aumenta la frecuencia de un fenómeno compatible con el calentamiento de un modo estadísticamente significativo. Y esto es lo que empieza a ocurrir con la frecuencia de las olas de calor en España, que dan una señal estadística al alza.

Cabe ya afirmar que el calentamiento global no solo se expresa por el aumento estadísticamente significativo de la temperatura media anual y en la mayoría de sus meses y estaciones, así como por el incremento de las temperaturas medias de las máximas y de las mínimas, sino también por la mayor ocurrencia de olas de calor.

Cada vez llegan antes

Otro hecho también consistente con el cambio climático es la aparición cada vez más temprana, en el mes de junio, de las olas de calor, como ocurre actualmente. El verano, en cuanto a valores térmicos medios, llega antes, y con él, las rachas de días consecutivos con temperaturas tórridas.

Según los datos de la AEMET, en el último decenio, estas olas de calor tempranas, algunas presentes antes de llegar al solsticio de junio, se han triplicado con creces respecto a las habidas en décadas anteriores. El verano se adelanta, y con él, sus rigores, y se prolonga hasta entrado el otoño. Debido a ello, los cultivos sufren una maduración adelantada y otros efectos en general negativos.

En España los valores máximos absolutos de temperatura durante las olas de calor sobrepasan ya largamente los 40 ℃. Durante la ola de calor de julio de 2017, la localidad cordobesa de Montoro registró 47,3 ℃, y durante la de agosto de 2021, la misma población llegó a 47,4 ℃. Empieza ya a entreverse que en España en las próximas décadas podría llegar a rozarse en algún lugar los 50 ℃.

Las insufribles noches tropicales

Aunque las temperaturas máximas son las que mejor expresan las olas de calor, no puede dejarse de lado las mínimas registradas durante ellas. En climatología existe un índice que expresa bien las mínimas elevadas: el número de las llamadas noches tropicales, cuando el termómetro no desciende de 20 ℃.

En el centro de ciudades como Barcelona o Málaga ya hay más de 90 noches tropicales al año en promedio, prácticamente todas las del trimestre estival. El caso es que los centros urbanos por la noche tienen un plus de calor, debido al fenómeno de la isla de calor.

Recientemente, hemos propuesto un nuevo índice, el de noche tórrida, en que la temperatura no baja de 25 ℃ en el momento más fresco de la noche. Imagine el lector qué temperatura se puede alcanzar en una noche de este tipo en el interior de una habitación de un piso alto orientada a poniente, desde donde el sol calienta durante las largas tardes de verano. Algunas medidas en interiores han dado 30-32 ℃ a medianoche. En estas condiciones el descanso es imposible.

Diferentes trabajos han demostrado que durante las olas de calor, con sus noches tropicales y tórridas, aumenta claramente la morbilidad, es decir, los ingresos hospitalarios. También se incrementa la mortalidad, especialmente de personas de edad avanzada o con enfermedades crónicas.

El hecho es especialmente crítico cuando estas personas están en condiciones de pobreza energética, es decir, que no disponen de un aparato de aire acondicionado o, aun disponiendo de él, no pueden usarlo por el elevado coste de la electricidad. Es, por tanto, un problema de salud pública.

Los modelos climáticos anuncian con un muy alto nivel de confianza la continuación del calentamiento en las próximas décadas y, con él, la ocurrencia de olas de calor más frecuentes, intensas y largas. Se imponen las medidas de prevención y protección ante este riesgo, como los refugios climáticos, y, en general, la adaptación a un país y a un mundo más cálidos.

Javier Martín Vide, Catedrático de Geografía Física, Universitat de Barcelona

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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